MADRES E HIJAS

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“Aquella noche, en el Trinity College, cuando soñaba con mi madre, la veía como cuando yo tenía dos o tres años. En la intensidad de mi ansiedad y de mi amor, la llamaba “mamita”, un nombre que no usaba desde la infancia” (…) mi sueño estaba cargado de una deseo angustioso de darle una felicidad única (…) recuerdo el sentimiento de ser rescatada y consolada mientras ella me cargaba en sus brazos y yo me aferraba a su cuello como un pequeño mono. Este sentimiento de ser contenida me acompaña muchas veces , especialmente cuando estoy trabajando sola o cuando estoy con alguien que amo”.

 

Así describe Martha Nussbaum en uno de sus libros sobre las emociones(*) la “sombra del objeto” de su madre, para enfatizar que las emociones tienen historia y que es imposible, por ejemplo, entender el duelo sin sumar una historia de amor profundo, de anhelo de protección y consuelo, de enojo por la separación y existencia incontrolable de la fuente de consuelo, del miedo a la propia agresión, de culpa y de deseo de reparación.

 

Sirva este párrafo para hablar de algunas dificultades en la relación entre madres e hijas, que se manifiesta como fuente de frustración y dolor con frecuencia entre las pacientes mujeres.

Durante una mañana de trabajo, me di cuenta de que todas las mujeres que vinieron al consultorio habían estado hablando sobre sus madres y sobre las complicadas relaciones de amor teñidas de otros sentimientos como el enojo y el odio, que tenían con ellas. Estar enojadas con la madre les provocaba casi a todas, una angustia profunda y también culpa. Deberían querer y perdonar a sus madres, como símbolo del amor incondicional y de la bondad que la historia social les otorga. Pero en la historia personal, en los casos particulares, son muchas las madres que hacen sentir insuficientes a sus hijas, sembrando en ellas una inseguridad fundamental que las acompaña en los vínculos de su presente.

 

La esperanza de ser consolados, otorga la valentía para sufrir, afirmaba Proust. Muchas madres son recordadas por las pacientes como torpes para consolar, insensibles para leer las señales de una preadolescente asustada frente a los cambios de su cuerpo, distantes e indiferentes hacia los sentimientos de la niña, cuando pedía consuelo o compañía después de tener una pesadilla. O por el contrario, madres invasivas, que revisaban mochilas, cajones, chamarras, buscando las historias que sus hijas habían decidido ocultar e intentando opinar y controlar cada una de sus decisiones.

 

Una paciente tiene problemas con su imagen corporal, sintiéndose siempre gorda y mal vestida. El origen de este sentimiento de ser inadecuada es en parte, la relación con su madre, que no ha dejado de criticarla desde que tiene memoria por comer demasiado, y por usar ropa demasiado escotada o corta que solo deberían permitirse las muy delgadas.  La paciente hace suyas las críticas de la madre, se las mete muy dentro y en distintos escenarios, cuando algo sale mal, termina pensando que hay algo mal en ella, algo defectuoso desde el origen.

 

Algunas madres siguen cuidando el mundo de las buenas costumbres como si la opinión de los otros fuera lo más importante. La misoginia internalizada hace que odien la sexualidad libre de sus hijas, o sus ambiciones y sus ganas feroces de salir al mundo a competir y a ganar e intentan apaciguarlas, domesticarlas y convencerlas de que con ese carácter, esos kilos o esa forma de ser, ningún hombre las va a querer. Las madres avalan el maltrato a las mujeres, maltratando ellas mismas a sus hijas por ser más libres que ellas, por tener una vivencia de la sexualidad mucho menos culposa y moralista y solo consiguen que sus hijas se sientan rechazadas y juzgadas.

 

Otras madres proyectan sus frustraciones profesionales o afectivas en sus hijas. Si no lograron seguir adelante con sus estudios, o vieron frustrados sus deseos de brillo académico o tuvieron una relación de pareja lamentable, agreden a las hijas exigiéndoles demasiado, presionándolas para alcanzar lo que ellas no pudieron, siendo poco empáticas cuando no logran las mejores calificaciones o el trabajo mejor pagado o el novio más amoroso. O compiten con ellas, tratándolas como a una rival más a quien hay que aniquilar. Las pacientes se sienten descalificadas y devaluadas por sus madres que se han devaluado a sí mismas a lo largo del tiempo, solo por ser mujeres.

 

Hasta la mujer adulta más autónoma, anhela en sueños que su madre contenga sus ansiedades con el beso de buenas noches que le dio cuando era niña.

Las madres deberían tener más claro el impacto que tienen en la vida afectiva de sus hijas, que solo se sentirán confiadas, valiosas y dignas, si son capaces de aceptarlas, de amarlas tal como son y de transmitirles que una mujer bonita, es aquella que lucha.

 

(*) Martha Nussbaum, Upheavals of thought (The intelligence of emotions), Cambridge University Press, 2001

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