Charles Simic nació en 1938 en Belgrado, antes Yugoeslavia y hoy capital de Serbia. Fue uno de los millones de desplazados por la guerra, por lo que emigró con su familia a Estados Unidos a los 16 años. Poeta, prosista, filósofo, ensayista, traductor y editor, tiene una vasta obra de poesía y ensayos que sorprenden por su belleza y profundidad. Simic es sobre todo, un observador superdotado y un tipo con el ego bien domado. No escribe (o lo disimula extraordinariamente) para impresionar a nadie.
Después de varios días de insomnio, estuve pensando sobre mi perdida capacidad para dormir. He teorizado, recordado pedazos de infancia, hecho el recuento pormenorizado de mis últimos años de vida, buscando una respuesta, pero sobre todo, una solución.
Mucha gente piensa que la poesía es lejana y difícil de entender, o demasiado sofisticada, o aburrida o inútil. Seguramente no han leído a Simic. Una noche, mientras hojeaba una colección de poemas titulada «Si le ha fallado la suerte» (Cal y Arena, 2015) me encontré con «Destino» y sentí que la cabeza se incendiaba con una verdad. Simic me prestó las palabras que en vano busqué: El destino es lo que me despierta en la madrugada. El miedo a que las cosas salgan mal, a que la tragedia alcance a las personas que amo. El destino es lo que me lleva a recordar algunas historias tristes de mis pacientes o de mis amigos o de mi familia. Y también, las menos, el destino se convierte en ensoñación cuando pienso que algunas personas han alcanzado estados de bienestar, cobijadas por la suma de trabajo y azar.
No puedo dormir porque es inevitable pensar, durante esas horas agónicamente largas, entre las 3 y las 5 de la mañana, que el destino se ha presentado en mi vida muchas veces. Que a veces creo demasiado en el cuento de la vida como la suma de las decisiones, y dejo de lado los eventos mágicos que me han alejado de unos caminos y acercado a otros, de maneras oscuras, imperceptibles e incomprensibles. Sí, el destino es una suerte de religión o de dios, que se presenta y mueve todo de lugar, tomando la forma de muertes, accidentes, enfermedades, cambios de residencia y encuentros esenciales que cambian la vida amistosa, la amorosa, las prioridades y la idea de futuro. El destino es una fuerza que nos aterra aceptar, porque tendríamos que reconocer que a veces somos como «un viejo piano que cuelga afuera de una ventana en el extremo de una cuerda».
Eres ensordecedoramente elocuente. Gracias Vale Villa
Gracias Vero!